¡No todos tienen ese privilegio! Cuando uno va a un concierto, en el Covent Garden, o en la Opéra de Paris, da por sentado que los miembros de la orquesta  hace tiempo que se conocen y por lo tanto tocan juntos. Yo hoy, he visto cómo Elena al piano, Carlos  al violonchelo, […]
¡No todos tienen ese privilegio! Cuando uno va a un concierto, en el Covent Garden, o en la Opéra de Paris, da por sentado que los miembros de la orquesta  hace tiempo que se conocen y por lo tanto tocan juntos. Yo hoy, he visto cómo Elena al piano, Carlos  al violonchelo, […]

¡No todos tienen ese privilegio! Cuando uno va a un concierto, en el Covent Garden, o en la Opéra de Paris, da por sentado que los miembros de la orquesta  hace tiempo que se conocen y por lo tanto tocan juntos. Yo hoy, he visto cómo Elena al piano, Carlos  al violonchelo, Yasmin al oboe, Olinga a la viola y Farid y Eugenia  al violín  se reunían por amor al arte para ofrecer un concierto dentro de pocos días. Y digo por amor al arte, porque así fue. Alguien le sugirió a alguien lo del acontecimiento musical y se lo dijo a Eugenia. Esta conocía a Carlos  y a Elena; también conocía a Farid. Este a su vez conocía a Yasmin y a Olinga. A pesar de la vorágine del día a día, y como si de los Músicos de Bremen se tratara, acordaron ir a ensayar por primera vez juntos, a casa de uno de ellos. La tarea no fue fácil porque el ensayo no fue privado. Estaban los padres de Carlos y algunos amigos bastante risueños. Afortunadamente Rosalía puso orden.

Se colocaron los músicos conformando una media luna. Su propósito era entre otros, poner en pie  la orquesta de cámara Extreme Strings.  En este tipo de orquestas, como todo el mundo sabe, no hay director, por eso es más complicado mantener el ritmo y la unidad. Afortunadamente, una vez más, ahí estaba Rosalía, para dar las instrucciones : “Nos tenemos que sentir los unos a los otros” apuntaba; “No se bajan los arcos hasta que todos hayamos acabado de tocar”; “Esta canción tiene que flotar” añadía.

Durante dos horas, arpegios, corcheas, y redondas pasaron por  nuestros oídos. Notas que procedían de media docena de melodías del folklore anglo-sajón :  Toad in a hole, Drowsy Maggie, Parsons’s farewell  y ¡cómo no! Danny Boy. Ese Danny Boy que tanto nos suena, por las películas norteamericanas, a pesar de ser una canción irlandesa. No sé a los demás. Pero a mí no se me quitó durante todo ese rato, un sólo momento, la sonrisa de la boca. Era como ser testigo en directo del primer paso sobre la luna ¡Por primera vez, aquellos músicos en ciernes estaban creando juntos, y lo estaban haciendo delante de nosotros! Aquellos instrumentos de cuerda y de viento sonaban melodiosamente sin que se atisbara en la cara de los interpretes el esfuerzo de años de repeticiones y ensayos ¡Todo fluyó como por arte de magia!

Me diréis que exagero, porque como ellos antes lo hicieron Mozart, Schumann o The BeatlesPuede que tengáis razón. Sin embargo, quizás me déis la razón si digo que estoy hablando de la belleza que existe en la armonía, una armonía que no siempre tiene que ver con el lenguaje musical.

 

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